El Chino

CAP. 6: EL CHINO

Era la primavera de 1974. Yo tenía bigote y estaba prácticamente retirado como Sherpa, cantante solista. Las compañías de discos en las que había padecido habían agotado mi paciencia y mis ilusiones. Disolví mi grupo (“FÉRTIL GRASS”) y me dio por pensar si no hubiera sido mejor que me dedicara a matricero-ajustador o haber seguido empleado en la Telefónica. Decidí que no.

Entonces apareció mi manager de entonces con la propuesta de un contrato que parecía interesante. Se trataba de hacer diez días seguidos en Bilbao, en la sala de fiestas “Holiday”, y otros diez a continuación en la sala “Borgia” de Logroño. ¿lo haría? Decidí que sí.

El primer problema era formar un nuevo grupo. Contaba con Luis Nieto, que vivía en mi casa y enseguida se apuntó como bajista. Yo tocaba la guitarra y cantaba. Buscamos un batería. Asunto resuelto.

El día 5 de junio una furgonetilla cutre cargada hasta los topes de equipo musical, y unos músicos con ojeras y los huesos molidos, se presentaban en la puerta de la sala Holiday dispuestos a cumplir su parte del trato. Aquel mismo día era el esperado debut. Eso, al menos, pensaban ellos. Pero, por lo visto, eran los únicos en pensarlo.

Ni un solo cartel anunciaba la actuación. La señora de la limpieza, que barría una sala incongruente a la luz del sol, no había oído mi nombre ni escuchando detrás de las puertas. Un camarero que apilaba unas cajas vacías de cervezas nos miró como si acabáramos de llegar de Marte. Empezó a mascarse la tragedia. Y nos hizo papilla a los cuatro.

Emergió un hombre de algún rincón de la trastienda y nos puso al tanto de la amarga realidad. Si, si, había una actuación ese día, pero no era la nuestra. Si, sí, nosotros estábamos contratados, no había ninguna duda ¿el día cinco? Sí, señor ¿Entonces? Yo empezaba a temer que nos estuvieran tomando el pelo. El día cinco, sí señor, pero de julio, no de junio. Faltaban exactamente treinta días; ni más ni menos.

¿Qué se puede hacer cuando alguien invisible te pega un puñetazo en la nariz? Dimos media vuelta, subimos en la furgoneta cutre y emprendimos el viaje de regreso a Madrid.

Habíamos ido a Bilbao para diez días y habíamos estado exactamente media hora; ni más ni menos.

Era la fatalidad disfrazada de manager atontado.

Yo había querido rescindir el contrato allí mismo, pero el manager atontado no estaba localizable. Más tarde descubrí que se había largado de vacaciones sin dejar un teléfono de contacto. Pasando de todo. Tan ricamente.

El batería se marchó a tocar a un hotel en África y yo me quedé sin manager ni batería en un Madrid caluroso que empezaba a vaciarse. Pregunté:

- ¿Por qué me pasan a mi estas cosas?

Nadie respondió. De momento.

La respuesta llegó el último día de plazo traída por Johnny (del dúo Ana y Johnny, hoy disuelto) que me habló de un batería japonés que era un alumno aventajado de percusión en el Conservatorio de Música de Madrid. La cosa sonaba bien. Tras los contactos oportunos, aunque breves, el nuevo grupo quedó constituido. Esa misma noche emprendimos de nuevo viaje a Bilbao.

El día 5 de julio una furgonetilla cutre cargada hasta los topes de equipo musical, un furgonetero, dos músicos ojerosos y con los huesos molidos, y un batería japonés, se presentaban en la puerta de la sala “Holiday” de Bilbao dispuestos a cumplir su parte del trato.

Esta vez sí estaban anunciados.

Cuando el equipo estuvo montado y listo para sonar, yo, animosamente, di comienzo a los ensayos. Ahora todo estaba correcto, nada podía fallar.

A los tres compases de la primera canción alguien invisible me pegó con un mazo en la cabeza. De repente comprendí, sin la más mínima duda, que el batería japonés no sabía tocar la batería.

- Pero bueno, tio, pero... ¿tú eres batería? –pregunté medio rojo medio lívido.

El japonés agitó la oriental cabeza en expresivo gesto negativo.

- No, yo percusión, percusión.... –decía, y hacía ademanes de tocar los varios cachivaches de los percusionistas.

- Pero, ¡tú me dijiste que eras batería! –exclamé en tono de completo desamparo.

- Si, yo aprendiendo, aprendiendo... –decía, y hacía ademanes de tocar una batería inexistente, olvidándose por completo de la que tenía delante.

Pero la que tenía delante era la que importaba, y esa era precisamente la que no sabía tocar. Vamos, que yo la tocaba mejor que él.

- ¿Y no sabes tocar rock? –añadí ya por decir algo, sabiéndome de antemano la respuesta.

- ¡Oh, si, si, yo aprendiendo, aprendiendo...!

- ¡Pero chino de mierda...! –empecé a gritar; y me di media vuelta para controlar las ganas de estamparle la batería en la cabeza.

La cosa estaba clara. Yo debutaba aquella misma tarde a las siete y mi grupo se componía de un bajista cabreado y de un batería que era un alumno aventajado de percusión, pero que no sabía tocar la batería. Me desahogué gritándole al japonés todo lo que pensaba de él y de su japonesa familia, y esas estaba cuando el bajista cabreado, Luis, se puso de pie, agarró su macuto, espetó:

- ¡Esto no tiene ni pies ni cabeza, yo me voy a Beasain! –y se fue.

Me quedé sentado en un escalón de la pista, con el japonés silencioso y contrito sentado a la batería tras de mi, los camareros mirándonos como si acabáramos de llegar de otra galaxia remota y el reloj marcando el paso fatídico de los segundos.

No sé cuantos fatídicos segundos y minutos después, apareció Luis con su macuto al hombro y vino a sentarse en el escalón de al lado.

- Lo he pensado mejor. Yo no puedo hacerte esto. –dijo.

Nos quedamos los tres en silencio.

- Bueno, venga –desperté súbitamente del letargo del vencido. –Ya que estamos aquí tenemos que hacer algo. Vamos a intentarlo por lo menos.

Nos pusimos a ensayar.

¡Oh milagro! No sé por qué extraña razón aquello no sonaba tan mal, después de todo, y luego “con los trajes y las lussess” hasta podíamos aparecer en público sin riesgo de que nos tirasen a la ría.

Y aparecimos en público. Y gustamos.

El que gustó muchísimo fue el batería japonés.

Yo creo que la cosa exótica tuvo su gancho. Y la gente se divertía con nosotros, sobre todo porque no había manera de parar al Chino (como yo le llamaba). Cuando se embalaba en un tema, le debía coger gusto porque no quería o no podía terminarlo, y después de nuestro acorde final él seguía aún, impotente, pegándole al bombo y a los platillos hasta que se le acababa el fuelle.

- Cómprale un pito al chino, a ver si se para –me decía el maître del local.

Y a la gente le hacía mucha gracia ver cómo le amenazábamos con el puño y le insultábamos para que parase.

Cuando yo le preguntaba la razón de esa incapacidad, él se ponía colorado (lo que unido a su tez amarillenta le daba un cierto tono violáceo, como de ahogo), y se daba golpecitos rítmicos en el pecho.

- Es que yo veo chicas, me miran y entonces, corasón, corasón...

Y se daba muchos golpecitos para demostrar que su corazoncito japonés se desbocaba.

Hicimos lo de Bilbao. Nos pagaron. Hicimos lo de Logroño. Lo mismo. Katsunori, “el chino”, demostró ser un compañero entretenido, aunque solo fuera por ver cómo se emborrachaba con un inocente zumo de tomate.

- Sumo de tomate se sube a cabesa... –decía, mientras se bamboleaba mareado y nosotros nos desternillábamos de risa.

Por lo demás, comía haciendo más ruido que un batallón hambriento, imitaba cualquier parida que te viese hacer, todas las noches escuchaba el himno nacional japonés en un cassette y las chicas le hacían siempre ponerse color de aceituna de Campo Real.

Nos separamos amigablemente. Él volvió a sus clases de percusión, en las que descolló tanto que ahora es prácticamente un genio y toca en no sé qué sinfónica de postín, y yo me fui a buscar al manager para pegarle una paliza.

En lugar de eso le pagué su veinte por ciento.

Siempre he sido blando de corasón...

Como el chino.

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